Por: Nacho Salvador Foto: Luisma Calvo
8 de enero de 2000. Estamos parados en algún lugar entre Kayes y Bamako, en Malí. Es el tercer día de carrera y el plan de la jornada consistía en hacer una etapa de 711 km, de los cuales sólo 245 km eran de especial. Unos pocos kilómetros desde Kayes a la salida del tramo, y el resto, más de 400, después de terminar la cronometrada. Sobre el papel puede parecer un plan sencillo, pero la realidad era bien distinta. Durante el paso del Dakar por Sudamérica corrieron ríos de tinta sobre lo largos que eran los enlaces en comparación con los tramos cronometrados. Algo que, en muchos casos, como el día que nos ocupa, también pasaba en África. ¿Y por qué no se criticaba eso en África? Porque había una gran diferencia, que es que, en África, o al menos en los lugares por los que pasaba la carrera aquella época, no había carreteras, con lo que los enlaces se hacían por pistas. Pistas que, en muchos casos, eran peores que las que se utilizaban para los tramos cronometrados y en las que muchos días se producían tantos abandonos como en las especiales. ¿Por qué? Pues ya sea porque eran muy largos, porque los equipos no llevaban la misma concentración que en un sector selectivo, o porque muchas veces esos enlaces se hacían atardeciendo o de noche, los enlaces africanos del Dakar eran muy peligrosos.
Ese día, en mi primer Dakar con Manolo Plaza y con el mítico Mitsubishi Montero Sport de Solán de Cabras, la cosa no se había dado mal del todo. Para entonces, tercera etapa, ya estábamos colocados en nuestro sitio natural, que era muy cerca de los diez primeros y pegándonos con los mejores coches de Nissan Desoude y de Nissan Tecnosport. Sin errores, ni de conducción ni de navegación, todo iba perfecto cuando, a unos 20 km de la meta, la cosa se empezó a torcer y tuvimos un par de incidentes que nos retrasaron. El primero fue que nos encontramos volcado el más rápido de los Nissan Terrano del team Dessoude, el que llevaban Grègorie de Mevius y Thierry Delli-Zotti. Era una zona de sabana, con pistas deslizantes y con bastantes curvas, pero en las que se iba a bastante velocidad. En una de ellas, que se cerraba, habían volcado, dejando los bajos mirando hacia nosotros. Es más, no sabíamos quiénes eran hasta que vimos a Thierry con una eslinga en la mano pidiendo ayuda.
– ¿Paramos? -Me preguntó Manolo.
– Paramos. Le contesté, mientras abría la puerta para echar una mano al francés, que ya tenía todo preparado para poner el Terrano de pie con un simple tirón. Así que enganchamos la eslinga a nuestro Mitsubishi con un grillete, Manolo dio marcha atrás con suavidad y el Nissan volvió a estar de pie, en orden de carrera, con lo que me volví a subir en el coche, no sin antes recibir un fuerte abrazo por parte de Gregorie, que a partir de ese día se hizo muy amigo nuestro. Después de cada jornada, él y Thierry se acercaban por nuestro equipo para preguntar cómo nos había ido el día. De esos amigos que echas por perder menos de un minuto de reloj. Así es el Dakar.
No tardamos nada en volver a coger nuestro ritmo, y eso que dentro del coche hubo una curiosa “discusión”, creada por esa mente de niño malo que anida en el interior de Manolo. El “diablillo Plaza”.
– Tío, De Mevius te ha dado un beso. – Me dijo Manolo al montar en el coche.
– ¿Qué cojones dices? – Le conteste mientras me ataba los arneses y buscaba los papeles, a la vez que le miraba.
Pero, por su mirada, supe que aquello iba a continuar.
– Si quieres, siguió diciendo el conquense, esta noche le dejo mi sitio en la habitación y dormís juntitos.
A lo que siguió una sonora carcajada.
– ¿Pero tú estás tonto o qué te pasa? Anda, conduce y deja de reírte que nos vamos a chocar contra una acacia.
Y así seguimos un rato, él con la cantinela del beso y yo diciendo que sólo me había dado un abrazo.
Ahora un secreto, pero me tenéis que prometer que nadie se lo cuenta a Manolo. Sí, sí me dio un beso en la mejilla, pero yo lo negué hasta la muerte, porque no sabéis lo que puede ser dar armas a Manolo, máxime cuando te pasas todo el día con él en un habitáculo de poco más de dos metros cúbicos. Aunque hay que reconocer que nos reímos a cuenta del tema del beso. Así que, beso arriba, abrazo abajo, el caso es que lo que faltaba de etapa se nos pasó volando y enseguida le canté al Plaza un “Cinco kilómetros para la meta”.
En ese preciso instante, el motor V6 del Montero Sport dejó de rugir y se fue apagando poco a poco, mientras el coche se detenía en medio de la sabana. ¡Cinco kilómetros para la meta! ¿Se puede tener más mala suerte?
– Corre, me dijo Manolo, baja y abre el capó.
Yo, que soy muy obediente, me desaté los arneses, bajé del coche, quité los dos cierres de seguridad (primero el de mi lado y luego el de Manolo) y abrí el capó. Llegó entonces una de esas escenas que, más de veinte años después, sigue viniendo en mi memoria como si fuera ayer. Asomé la cabeza por un lado del capó y le grité a Manolo: “Ya está. ¿Y ahora qué cojones hago?”, con lo que, a pesar de lo dramático de la situación, nos entró la risa tonta a los dos.
Debo de reconocer que mis dotes de mecánico son bastante limitadas, pese a lo cual seguí con la conversación con un rotundo “intenta arrancar a ver si vemos qué puede ser”, a lo que Manolo me hizo caso, justo en el momento en el que llegaban De Mevius y Delli-Zotti, que pararon sin dudarlo. Pero no nos hizo falta su ayuda, ya que, al intentar arrancar el coche, Manolo, que sí sabe algo más de mecánica que yo, vio que no llegaba gasolina. Como gasolina teníamos de sobra, pues nos quedaban más de 400 km de enlace y habíamos llenado bastante el depósito la noche anterior, Plaza optó por probar a cambiar la bomba de gasolina y el coche arrancó a la primera. Debo aclarar que, por seguridad, el Montero Sport, que era uno de los coches preparados con más detalle con los que he corrido, llevaba duplicados algunos elementos, por seguridad. O por dar la seguridad que necesitabas en medio de África cuando estabas solo. Así, el coche contaba con una segunda bomba de gasolina, que se cambiaba desde el habitáculo cerrando una llave y abriendo la paralela.
Así que sin que Thierry se llegase a bajar del coche, le grite un “No hay problema, continuad”, que tardaron un poco en obedecer, porque se sentían en deuda con nosotros. Pero al ver que yo cerraba el capó, continuaron la marcha y nos esperaron en la meta, para preguntar qué nos había pasado y para volver a darnos las gracias. Eso sí, mientras hablábamos con ellos, Manolo me daba codazos y me decía por lo bajini: “Es guapo tu novio”. Menudo cabrón el Plaza. Como para darle armas.
Iniciamos el larguísimo enlace, de más de 400 km, que recuerdo como interminable. Horas y horas dentro del coche tragando polvo y aguantando baches. Como irse de Madrid a Granada por caminos, un trayecto cuyo peor momento era el atardecer, ya que con la luz baja y el polvo apenas se veía nada. De ese día recuerdo una zona en la que ibas subiendo y bajando cerros, donde se veía muchísimos kilómetros en el horizonte al pasar por los cerros más altos. Desde allí, la imagen lejana de los coches, motos y camiones avanzando en fila por la pista era todo un espectáculo. Una imagen para recordar toda la vida. De esas imágenes por las que merece la pena embarcarte en una aventura como el Dakar.
Volvamos al inicio del capítulo, cuando estamos parados en algún lugar entre Kayes y Bamako, entre la final de la especial y el campamento donde pasaríamos la noche. Estamos en el enlace, no mucho después de comenzar, en una pista con bastante fesh-fesh y piedras sueltas. Allí nos hemos encontrado tres motos paradas. Uno de ellos se ha caído se ha hecho daño. Mucho daño. Hay que solicitar su evacuación. Pero surge un pequeño problema, relacionado con la tecnología, tecnología que poco a poco se va instaurando en el Dakar para cambiarlo para siempre.
Ya he hablado en otras ocasiones de todas las cosas que debes hacer durante las verificaciones técnicas del Dakar, donde debes pasar una serie de cursos. Muchos. Uno de ellos, en aquella época, era para aprender a utilizar la radiobaliza de seguridad. Ahora todos los participantes están localizados al segundo mediante satélite, pero en sus primeros años eso no existía, con lo que la única manera de “comunicar” a la organización que tenías un problema grave, era mediante una radiobaliza, similar a la que llevan los barcos. Una baliza que, una vez que se acciona, emite una señal personalizada que marca tu posición. Pero sólo hay una oportunidad. Si activas la baliza, estás fuera de carrera.
Al llegar al punto en el que estaban paradas las tres motos, los dos pilotos que acompañaban al accidentado nos contaron que su radiobaliza se había roto en la caída, con lo cual no se podía avisar a la organización. Y el herido gritaba mucho, porque la fractura abierta que tenía debía de dolerle un montón. El dilema entre los dos motoristas era cuál de ellos activaba su propia baliza para avisar, lo cual era una faena, pues el que lo hiciera quedaría fuera de carrera. No se ponían de acuerdo, pero cuando nos vieron llegar cambiaron de táctica, pues dejaron de discutir entre ellos para intentar convencernos a nosotros de que activásemos nuestra radiobaliza. Pero no hacía falta usar nuestras propias balizas, algo que les hicimos saber enseguida, aunque para pedir ayuda para el motorista tirado en el suelo había que hacer “trampas”. Había que saltarse el reglamento, algo que no dudamos en hacer, independientemente de las consecuencias que pudiera tener. La forma de ayudar al herido era sacar el teléfono satélite y hacer una llamada a Francia, a la sede de la organización. El problema: llevar teléfonos satelitales estaba prohibido y Hubert Auriol, organizador de la carrera aquellos años, había sido tajante al respecto en el briefing anterior a la salida sobre lo que pasaría si pillaban a alguien con uno.
Como pasaba con las balizas, la organización y los participantes del Dakar contaron con unos medios técnicos limitadísimos durante muchos años. No existían los teléfonos móviles, ni los GPS, ni mucho menos la localización a tiempo real vía satélite. Eran los tiempos en los que cuando te ibas a un rallye africano, nadie sabía nada de ti hasta que volvías a casa, ya que no tenías forma de ponerte en contacto con nadie que no estuviera en el campamento. Por poner un ejemplo, no os podéis imaginar las virguerías que había que hacer para mandar una crónica a la revista. Aunque de eso hablaremos en otro capítulo.
Con el paso de los años, la carrera se encontró con que la tecnología crecía a un ritmo trepidante, lo que ayudaba a la organización, que empezaba a disponer de unos medios que facilitaban mucho su tarea. Pero esa misma tecnología podía ser utilizada por los participantes para hacer trampas, especialmente los equipos con más medios. Una de las innovaciones de la época fueron los teléfonos satélites, que primero funcionaban con una maletita conectada a una voluminosa antena desplegable con forma de gran pantalla, que había que orientar hacia los satélites para poder hablar. Como las antenas parabólicas.
Pero poco a poco fueron evolucionando hacia unos aparatos mucho más pequeños, unos móviles muy voluminosos si los comparamos con lo que tenemos ahora, pero que se podían usar en marcha, incluso desde dentro del coche, gracias a su antena extensible. Diferencias de tiempos, contacto constante con el equipo, búsqueda de soluciones a problemas de navegación… Las posibilidades de los nuevos teléfonos eran tantas, que la organización había decidido prohibir su uso ese año. Eso sí, estaban permitidos en el campamento, como medio para llamar desde allí.
Nosotros teníamos un teléfono satélite, como lo tenía todo el mundo. Era el secreto a voces peor guardado de la carrera: Todos llevábamos uno dentro del coche, por la seguridad que aportaba poder hacer llamadas de emergencia, pero nadie podía decir que lo llevaba. Simplemente los escondíamos un poco, o un mucho, y nadie te vigilaba este aspecto al principio de las etapas.
Pero ese día tendríamos que sacar el teléfono y llamar a París para que mandasen un helicóptero. La verdad es que no pensamos en las consecuencias ni un minuto, con lo que lo saqué de donde los teníamos (iba bastante envuelto en el interior de una mochila), lo conecté, busqué satélite (operación que llevaba un rato) y marqué el teléfono de emergencias que todos llevábamos en una pegatina en una de las puertas del coche. ¿Había un teléfono de emergencias y no se podía llevar teléfono? Pues sí. Ya os he dicho que era el secreto peor guardado de la carrera.
Hablé con París, desde donde me preguntaron si pensaba que el motorista necesitaba evacuación, pregunta a la que contesté acercando el teléfono al herido, que cada vez gritaba más, con lo que a continuación me pidieron las coordenadas para mandar un helicóptero. Hecha la llamada, volví a poner a buen recaudo el teléfono y volví junto al accidentado para acompañar a Manolo, que se había quedado sólo, pues los otros dos motoristas se habían largado al ver que nosotros nos hacíamos con los mandos de la situación.
No pasaron ni cinco minutos, cuando en el horizonte se vio la silueta de un helicóptero que se acercaba a toda velocidad.
– La ayuda ya está aquí, le dijimos al herido, que estaba blanco como la cal.
Tan blancos como nos quedamos nosotros cuando vimos que, al primer helicóptero, en el que venía un médico, se unía un segundo, del que bajó el propio Hubert Auriol. Cuando le vimos se nos hizo un agujero en el estómago pensando que nos iban a mandar para casa.
Yo siempre he dicho que Hubert fue una de las personas más inteligentes que he conocido en el mundo de las carreras. No sólo fue el primero en ganar la carrera en coches y en motos. También fue uno de los más brillantes organizadores de la carrera, que se distinguía por saber hacer equipo, por saber escuchar para mejorar la carrera. Y ese día, mientras echaba un vistazo al trabajo del médico para preparar al herido para su evacuación, nos miraba de reojo sabiendo que tenía que hablar con nosotros. La verdad es que, si nos preguntaba por el tema, nosotros podíamos haber mentido, diciendo que había sido otro participante el que había llamado. Un participante que ya se había largado. Habría colado seguro, porque era un caso de extrema gravedad y urgencia. Pero decidí tomar el toro por los cuernos, me acerqué a Hubert Auriol y le dije en mi espantoso francés: “Buenos días. Me llamo Nacho Salvador, soy el copiloto de ese coche y he sido yo el que ha llamado a París”.
Hago un pequeño paréntesis para contar que, llegados a este punto, se me había ocurrido la maldad de cortar el capítulo con esta frase, dando dramatismo a la escena y dejando al lector en ascuas hasta el próximo capítulo. Pero sólo se me ha pasado por la cabeza, así que continuemos con la historia.
– Buenos días, me contesto Hubert.
Se quedó callado un rato antes de continuar diciendo lo que, por obligación, me tenía que decir.
– ¿Tú sabes que está prohibido utilizar teléfonos?
– Si, lo sé.
Hice una pausa para ver su reacción y, sin dejar que tomase otra vez la palabra, seguí hablando.
– Es verdad que los teléfonos están prohibidos. Pero también es verdad que no podemos ir contra la tecnología, sobre todo cuando sirve para mejorar la seguridad. Hoy hemos hecho la llamada para ayudar a un compañero herido. Porque su baliza no funciona y la única manera de solicitar socorro era usando el teléfono.
Yo, evidentemente, sabía que Hubert antes que organizador ha sido participante muchos años, lo que le ponía de nuestro lado. Así que seguí con mi “discurso”.
– Hubert. Todos sabemos que dentro de cada coche y de cada camión hay un teléfono. Porque hace falta para situaciones de emergencia, para poder pedir ayuda o hablar con casa si abandonas. Vale para mil cosas buenas. Tantas que creo que es mejor regular su uso que prohibirlo. Una medida así sólo tendrá ventajas. Como hoy.
En este punto de la conversación, o monólogo, como lo queramos llamar, sabía por la expresión de su cara que Hubert pensaba como yo, así que no tardó en contestar.
– Esa es una opción que hemos barajado, aunque nos daba un poco de miedo por las posibles trampas. Pero ejemplos como el de hoy nos hacen ver que debe ser el camino. Hace un rato, en otro accidente, hemos tenido un caso parecido. Así que gracias por ayudar a un compañero y buena carrera.
Nos dio la mano, se fue hacia su helicóptero y se marchó volando. Dos años después, cuando volví a la carrera (no participé en 2001), los teléfonos eran recomendables, pero en orden de marcha se debían llevar guardados en un punto del vehículo lo suficientemente alejado de los asientos como para no poder usarlo en marcha. Y Hubert, siempre que nos veía, nos daba un fuerte apretón de manos y se interesaba por nuestra carrera. Un grande. Con su reciente muerte se fue una de las mayores estrellas del Dakar. Una estrella con mayúsculas.
Ese año de mi vuelta al Dakar, la edición de 2002, con salida en Arrás y llegada en la capital senegalesa, fue otro de los que marcó el principio de la limitación de las ayudas tecnológicas, ya que fue el primer año que se disputó una etapa sin GPS. Esa edición corríamos Manolo y yo con un Nissan PickUp de Tecnosport, que es el que aparece en la foto que encabeza este artículo. Una edición en la que casi todo salió bien, pero terminó bastante mal. Una edición muy interesante, entre otras cosas, porque fue la de uno de los duelos más bonitos entre Dessoude y Tecnosport (Nissan Francia contra Nissan Italia), cuyo premio podía ser fabricar los coches de un futuro equipo oficial de la marca. Hablaremos de esto.
El siglo XXI marcó el inicio del arduo trabajo de la organización para acabar con la ventaja que el GPS representaba para los equipos más potentes. Lo de los cartógrafos de ahora es de risa comparado con aquello. Cuando la mayoría de los mortales no sabíamos qué era un GPS, los potentes equipos oficiales (Citroën y Mitsubishi) no sólo los utilizaban, sino que, además, utilizaban unos aparatos de última generación, con grandes pantallas y mapas a todo color, en los que los cartógrafos del equipo les cargaban un track con el recorrido ideal de la etapa, sin saltarse ningún punto de paso obligatorio, marcados en los libros de ruta mediante coordenadas. Así, gracias a la tecnología hacían unos recortes espectaculares en el recorrido, que eran perfectamente legales, ya que no se saltaban ningún CP.
La lucha contra el GPS ha sido uno de los mayores retos a los que se ha enfrentado la organización desde su salida, lucha que comenzó cuando se instauró el modelo único. Todos los participantes deberían que llevar el mismo GPS, que sólo tendría los puntos marcados por la organización, unos puntos cada muchos o cada pocos kilómetros, en función de la etapa. El resto de GPS estaban prohibidos.
Cuando yo comencé a participar en el Dakar se había instaurado ya este sistema, toda una ventaja para los equipos pobres como nosotros, pues te quitaba el trabajo de tener que cargar en tu GPS los puntos de la etapa, algo que se hacía a mano. Con el monomarca de la organización, eso te lo daban hecho.
Es verdad que esos aparatos no daban demasiadas referencias. Sólo algunos puntos. Pero, por otro lado, también lo es que esa referencia, aunque estuviese a muchos kilómetros, te ayudaba a saber el rumbo hacia el que tenías que ir. Así que, ayudados por la mejora de la tecnología aplicada al GPS, en el Dakar 2002 se estrenaban los puntos GPS ocultos, puntos que se activan en el aparato cuando estabas a una distancia determinada de él (3 km el primer año), momento en el que en tu pantalla aparecía la fecha que te llevaba hacia el WP (Way Point o punto de paso). Pero, además, ese año había otras dos novedades importantes: una era la utilización del GPS para controlar la velocidad en determinadas zonas. La otra fue una etapa en la que el GPS estaba apagado todo el día. Ese día, el aparato sólo marcaba tu rumbo y tu velocidad. Nada más.
La etapa sin GPS fue anunciada a bombo y platillo por la organización durante la presentación de la edición de ese año, como forma de obligar a los equipos a navegar a la antigua usanza, empleando sólo el libro de ruta y el terratrip. Nada de coordenadas GPS. Un anuncio que tenía en ascuas a todos los participantes, con lo que en las verificaciones de Arras no se hablaba de otra cosa. Todo el mundo temía la etapa sin GPS.
La etapa llegaba por fin el 7 de enero, justo después de la ansiada jornada de descanso en Atar (Mauritania). La organización había preparado un bucle con salida y meta en esta localidad, y un recorrido de 382 km, de los cuales 344 km eran cronometrados. 344 km en Mauritania son muchos kilómetros. La flecha de los GPS estaba desactivada, con lo que la única ayuda que teníamos los equipos para seguir el recorrido eran el libro de ruta, el terratrip y el rumbo marcado por el GPS. La tarde anterior, máxima atención preparando el libro de ruta de esa etapa, un libro de ruta que, eso sí, daba bastantes referencias visuales: montaña con forma de león, ver palmeras al fondo, etc.
A primera hora de la mañana nos dirigíamos hacia la salida del tramo de enlace, que empezaba desde la puerta del aeropuerto de Atar, lugar en el que estaba instalado el campamento de la carrera. Nervios a flor de piel porque hasta ese momento se nos había dado todo bastante bien, lo que nos permitía terminar cada día entre los diez primeros sin problemas y optar a ser el mejor coche tras los inalcanzables Mitsubishi oficiales. Además, éramos los mejores españoles clasificados. Pero ese día todo podía cambiar por un error de navegación. Más presión imposible.
En el corto trayecto entre la zona de trabajo del equipo y la salida del enlace, descubrí con horror que el terratrip no funcionaba. Se lo hice saber a Manolo, que se quedó blanco como la leche. Una etapa sin GPS y sin terratrip.
Sin tiempo de reacción, tomamos la salida del enlace, pero dimos la vuelta hacia el punto de asistencia para ver si el problema tenía solución. Era raro que no funcionase algo que sí funcionaba la tarde anterior. Pero al llegar descubrimos el por qué, lo que creó más tensión en el interior del habitáculo.
El coche se había desmontado por completo durante la jornada de descanso. Por la tarde el trabajo estaba acabado y dimos una vuelta de prueba, con un coche casi nuevo para la segunda mitad de carrera. Vuelta en la que aprovechamos para calibrar el terratrip al milímetro. A nuestra vuelta al campamento, ya de noche y con el coche “descansando”, alguien vio que había una pequeña fuga de aceite. Al montar la caja de cambios del PickUp habían “pellizcado” una junta. Así que los mecánicos estuvieron toda la noche sacando el cambio para volver a cambiar la junta. De madrugada salieron del aeropuerto para probar el coche y todo estaba OK. O al menos eso parecía.
Una rápida visual debajo del coche por parte de Toni, uno de los mecánicos del equipo, se traducía en la peor de las noticias: al volver a montar el cambio habían cortado el cable que va desde el terratrip hasta la sonda instalada en la transmisión, que es la que mide las distancias. Sin cable, no había terratrip.
– Y encima en la etapa sin GPS – dijo uno de los mecánicos.
La verdad es que todo el mundo empezaba a mirarnos con cara de pena.
– ¿No hay solución? – pregunté desde dentro del coche.
– Sí, claro que la hay, contestó el jefe de mecánicos. Voy a echaros más gasolina para que podáis acabar la etapa.
– ¿Más gasolina? ¿Para qué?
– Porque os vais a perder mucho.
No sabíamos si reír o llorar, así que hicimos la única que nos quedaba: salir del campamento e ir rumbo a la salida de la especial.
No terminaban aquí las fatalidades del día. El enlace era muy corto, con lo que no había mucho tiempo para hacerlo, así que no nos iba a sobrar mucho para llegar. Manolo tuvo que apretar el ritmo en la pequeña carretera que llevaba a la salida, carretera que en su zona final tenía bastantes curvas en la bajada al valle en el que estaba nuestro destino. En una de esas curvas, al apurar demasiado por el interior en un asfalto de bordes muy cortantes, se pinchó una de las ruedas, algo de lo que nos avisaron dos de nuestros rivales, los Barkat, una pareja de hermanos israelitas que llevaban un Montero Sport idéntico al que habíamos usado nosotros el año 2000. Ese día salían justo delante de nosotros. Sin dudarlo, nos echaron una mano a cambiar la rueda pinchada.
– Enhorabuena, ya habéis gastado toda la mala suerte de hoy – nos soltaron al acabar.
– No, les dije-. El cable de la sonda está partido y vamos a correr sin terratrip.
Su reacción, vista ahora, fue realmente divertida, pues nos dieron un fuerte abrazo y se despidieron de nosotros diciendo que habíamos sido unos grandes rivales. Mientras se alejaban movían la cabeza de un lado a otro, se giraban para mirarnos y volvían a hacer gestos con la cabeza. Todo el mundo daba por hecho que iba a ser el peor día de nuestra vida.
Unos pocos minutos después iniciábamos la etapa, cuyos primeros kilómetros eran por el lecho arenoso de un gran valle encajonado entre altas paredes de piedra. Normalmente, cuando veía que una casilla del libro de ruta era rara y podía haber un lío para interpretarla sobre el terreno, se la enseñaba a Manolo para que me ayudase. Ese día cada casilla sería así. 344 km casilla a casilla, calculando las distancias a ojo.
La verdad es que la cosa comenzó bastante mal, pues una de las primeras referencias era un pozo, unos metros después del cual había que girar a la derecha para ir por el valle. Vimos un pozo e inmediatamente detrás de él había la entrada a un valle muy arenoso, que se iba estrechando. Un sitio muy bonito, pero se veían pocas huellas. Es más, sólo se veía una huella. El valle terminaba en los que los franceses llaman un “cul de sac”, o lo que es lo mismo, un callejón sin salida, pues llevaba a una zona redonda, como una gran rotonda de arena, rodeada de montañas de arena. Un poco antes de llegar a ese punto nos habíamos cruzado con los Barkat (esas eran las huellas), que al vernos volvieron a negar con la cabeza.
El valle no tenía salida clara, pero a la izquierda, en un punto que casi no se veía, empezaba un estrecho camino pedregoso que llevaba hasta la parte alta de la montaña.
– Sube por ese camino, le dije a Manolo, que necesito que nos situemos. Necesito ver el valle desde ahí arriba.
Así lo hicimos y al llegar arriba vimos rápidamente cuál había sido nuestro error: habíamos girado en el pozo equivocado. El “pozo bueno” estaba un poco más adelante. Desandamos lo andado y nos volvimos a plantar en el valle correcto.
Hay una afirmación que dice que los problemas en el Dakar son como una bola de nieve. Empiezas con una bola muy pequeña, pero si no la paras, el problema, la bola, sigue bajando por la montaña y se va haciendo más y más grande. Tanto que al final es una bola de nieve tan enorme que es imposible de parar. Ese día nuestra bola de nieve comenzaba a ser de tamaño preocupante.
Decidimos cambiar de táctica. La situación era distinta, con lo que la forma de superar la etapa sería también distinta. Para comenzar, bajaríamos un poco el ritmo para poder concentrarnos en la navegación. Bajo el lema que dicen mucho por allí de “la prisa mata”. Además, hicimos una tabla de metros recorridos en función de la velocidad. Es fácil. A 60 km/h recorres 100 metros en 6 segundos, 200 metros en 12 y un kilómetro en 60 segundos. A 70 km/h, los 100 metros se recorren en 5,1 segundos, los 200 en 10,2 y el kilómetro en 51 segundos. Y así para todas las velocidades múltiplos de 10, con lo que obtienes una tabla bastante precisa. Como el GPS marca la velocidad del coche y yo llevaba dos relojes, utilizando tabla, GPS y reloj la cosa empezó a ir mejor. Tanto que, cuando llevábamos un rato usando el sistema, íbamos ya tan concentrados que volvimos a nuestro ritmo habitual de carrera.
De esta forma, parando nuestra bola de nieve, ese día superamos a muchos de nuestros rivales. El primero fue Peterhansel, que estaba parado en una bajada con un problema de presión de aceite en su Nissan. Luego fue el brasileño Kolber, al que alcanzamos en una zona de piedras y de cruces muy seguidos. Tan seguidos que no era necesario usar la tabla para ver las distancias. Pero eran tantos que, si no estabas muy atento marcando los que ibas pasando, te podías despistar. Que se lo digan a Kolber, que en uno de los cruces se fue recto, cuando había que ir a la izquierda. Y ahí le adelantamos.
– Joder Nacho, dijo Manolo al ver que se iba recto. ¿Te das cuenta que, sin terratrip, estamos adelantando a un coche por un lío de navegación?
Pero el sumun del día fue en los últimos kilómetros de la etapa. En esa zona se navegaba más a ojo, con referencias del terreno, buscando unas trazas poco visibles que te llevaban hacia la montaña con forma de león, junto a la que estaba la meta. Cuando vi la montaña a lo lejos sabía que lo habíamos conseguido y se lo dije a Manolo.
– A la izquierda de aquella montaña está la meta.
Desde nuestro despiste en el pozo, no nos habíamos perdido ni una sola vez en toda la etapa. Pero la satisfacción fue mayor cuando a pocos kilómetros de acabar vimos a lo lejos el Mitsubishi de nuestros amigos israelitas, que estaban parados cambiando una rueda. Ellos oyeron que se acercaba alguien, y al ver que se trataba del Nissan PickUp negro y blanco, dejaron lo que estaban haciendo y se pusieron junto a la pista para aplaudir nuestro paso.
Poco después finalizábamos la etapa. Habíamos terminado quintos absolutos y, sobre todo, nos habíamos ganado el respeto de nuestro equipo y de nuestros rivales, que ese día fueron pasando uno a uno a felicitarnos, ya que los hermanos Barkat se habían encargado de contar a todo el mundo nuestra hazaña.
Así es el Dakar. Una carrera que un día te lo da todo, pero al siguiente te lo arrebata. Una carrera en la que tan pronto estás en el cielo, como diez minutos después estas en el mayor de los problemas. Ese día nosotros tocábamos las estrellas y éramos los hombres del día. Dos días después estaríamos en las más absoluta de las mierdas.