@_NachoSalvador Foto: Joan Aymami Fotoracing
Para los que son nuevos, esto viene de los anteriores capítulos del libro, que puedes encontrar aquí:
Capítulo 1. El día que odié el Dakar
Capítulo 2. ¿Por qué vamos al Dakar?
Capítulo 3. ¿Qué se necesita para ir al Dakar?
Capítulo 4
Desde el lado derecho
Estoril. Julio de 1999. Son las cinco de la mañana y salgo del hotel para coger un taxi que me lleve al aeropuerto de Lisboa. Tengo que trabajar. Esa es una de las cosas más complicadas de compaginar: el trabajo y las carreras. Como cada día de carreras era de mis vacaciones, me tenía que organizar muy bien para perder los menos posibles. Ese día acabábamos de terminar la Baja Portugal, carrera que finalizaba en domingo, con lo que tenía que coger el primer vuelo del lunes a Madrid, que salía a primera hora de la mañana, para estar en la oficina lo antes que pudiera.
El taxista, muy puntual, me esperaba en la entrada del hotel. Arrancamos rumbo al aeropuerto, un trayecto de poco más de 20 minutos y unos 30 kilómetros. Yo, recién levantado y con el cuerpo para pocas después de la paliza del día anterior, estaba para no muchas conversaciones, pero el taxista tenía ganas de hablar. Así que no le podía hacer el feo, máxime cuando es alguien que se esfuerza por hablarte en tu idioma. Por cierto, una de las cosas que siempre me ha fascinado de los portugueses es su facilidad para los idiomas. Por lo menos los portugueses que yo conozco. La gran mayoría hablan español de una manera más que decente, además del inglés. Todo lo contrario a lo que ocurre con los españoles, que somos unos negados con los idiomas. En mi caso, el portugués lo leía bastante bien en esos momentos gracias a mi amistad con José Megre, pero lo de entenderlo y hablarlo era otra cosa.
Hagamos un paréntesis con el taxista para ir a lo de Megre, que me apetece mucho hablar de él, porque es un tío que se merecería una película. Es una de las personas más inteligentes con las que he tenido la suerte de tratar en mis periplos a lo largo y ancho del mundo. Lo conocí el año 1989, cuando fui invitado por UMM a cubrir la Baja Portugal, carrera que él organizaba. Una de las noches buscó en el hotel a los dos periodistas españoles acreditados en la prueba (el otro era Víctor Piccione, que por aquel entonces trabajaba en Motor 16, antes de su paso al departamento de prensa de Ford) y se tomó una copa con nosotros. Quería abrir su carrera a los españoles, que por entonces sólo participaban en la ya prestigiosa Baja Aragón. Lo de ir a Portugal a correr no se lo planteaba nadie (lo que han cambiado las cosas). Su carrera me gustó mucho. Pero lo que más me gustó fue su forma de ver las carreras, su forma de entender las cosas. Era un tío que había nacido para cambiar las reglas. A partir de ese momento nació una estrecha amistad que duró muchísimos años. Él me llamaba “mi amigo español” y para mí él siempre fue mi gran amigo portugués. Porque tengo la suerte de haber hecho muchos amigos en el país vecino, pero la amistad con José fue siempre especial.
Tras esa primera visita a Portugal para la Baja, Megre empezó a utilizarme de “traductor”. Bueno, así es como me llamaba, pero realmente yo poco hacía. Quería que los españoles fuesen a correr a Portugal, algo que costó muchos años de trabajo e insistencia, y para conseguirlo traducía todos los folletos y los reglamentos al español. Para que todo estuviera OK, era bastante perfeccionista, me mandaba el original en portugués y la traducción al español, para que encontrase posibles errores de traducción (de ahí mis pequeños conocimientos leyendo el idioma del país vecino). Yo le mandaba las correcciones, pocas, con las cuales imprimía los folletos y reglamentos definitivos. Hay que tener en cuenta que esto, que suena tan sencillo, no lo era allá por 1989, cuando el email o los móviles simplemente no existían. Entonces todo se hacía por teléfono fijo, por conferencia, y los documentos se mandaban por fax. Luego me mandaba por correo un paquete con los folletos, que yo me encargaba de repartir por las carreras españolas, poniéndolos en los parabrisas de los coches en los parques cerrados.
Un pequeño favor que Megre me devolvió multiplicado por mil bastantes años después. El año 2000 organicé la primera Copa Jimny y, por aquel entonces, la Baja Portugal era una de las carreras puntuables para el Campeonato de España de Rallyes TT. Todo perfecto, si no teníamos en cuenta el problema de la autonomía. Cuando se hizo el proyecto de la Copa Jimny, uno de los principales objetivos fue conseguir que el coche resultase lo más barato posible, por lo que la preparación era bastante sencilla, lo que incluía correr con el depósito de serie. Total, que entre que el depósito era el de serie, sumado a que se corría con una rueda con bastante más diámetro que la original, lo que obligaba a correr en reductoras, el caso es que los consumos eran altísimos y los Jimny eran incapaces de hacer los 200 km que había entre las zonas de asistencia de la carrera. A esto había que sumar que los coches no tenían todavía la homologación FIA como T1 (serie). Para tener la homologación había que elaborar un complejo documento con el despiece de todo el coche, acompañando la descripción con fotografías de cada pieza. Un trabajo de chinos que conseguí hacer gracias a la ayuda de mi buen amigo Pepe Luis Martín, que me echo una buena mano cuando tuve que ir a Linares, perdiendo un par de días despiezando todo un coche para que yo lo fotografiase. La homologación se había presentado, pero todavía no era efectiva. Ni nunca lo fue, aunque eso es otra historia.
Total, sin autonomía, ni homologación, desde la Federación Española la única solución que se daba al problema era pasar los coches a T3 (prototipos) y poner un depósito de seguridad de mayor tamaño, entre otros muchos cambios. Una pasta, incompatible con el espíritu de la copa. Así que, como aquí no tenía manera de solucionarlo, llamé a mi amigo José Megre por teléfono para decirle: “José, tengo un problema”. A lo que José me contestó: “Si mi amigo español tiene un problema, el problema también es mío. Así que vamos a solucionarlo”.
Vamos que lo solucionó. Cambió el reglamento de la carrera para crear una nueva categoría en la que sólo podían participar los Jimny, para los que, además, puso unos puntos de repostaje especiales cada 120 km. Puntos en los que sólo pararían los Jimny, pero que obligaban al organizador a ponerlos en el reglamento (la carrera era puntuable para la Copa del Mundo y, por tanto, lo tenía que aprobar la FIA), a crear esas zonas, a marcarlas y a poner comisarios para controlarlas. Cuando me contó su idea pensé que sería imposible que se lo aprobasen, pero un par de días después me llamaba para decirme que el nuevo reglamento estaba aprobado por la FIA. Teníamos luz verde para correr con el coche tal cual.
No terminó allí su favor. Para que el desplazamiento hasta Portugal saliese lo más barato posible a los pilotos españoles de la Jimny, habíamos contratado un transporte en camiones, que pagaba la organización de la copa. Pero al llegar a Portugal alguien tenía que descargar los coches y guardarlos en algún sitio. Mi amigo José Megre se encargó también de eso y el paso de la Copa Jimny por la Baja Portugal fue todo un éxito.
Cinco años después el destino quiso que Marc Blázquez y yo fuésemos los últimos ganadores de la Baja Portugal. Fue en 2005 y con la Navara del equipo oficial Nissan. En otro capítulo os contaré con más detalle esa carrera, que fue la leche. Lo importante ahora es comentar que marcaba el final de una época para iniciar otra. Megre quería que su carrera dejase de puntuar para la Copa del Mundo de Bajas, para entrar en la Copa del Mundo de Rallyes TT. Para ello necesitaba que la carrera durase más de los dos días que duraba una baja, por lo que se inventó el Rallye Transibérico. Pero para conseguir la homologación de la FIA, se tenía que correr una primera edición. Así, José se sacó de la manga un formato en el que los dos primeros días de carrera (sábado y domingo) eran la Baja Portugal, a los que seguía una tercera etapa, el lunes, reservada para los pilotos portugueses (al no tener homologación FIA) que sumado a los dos anteriores era el Rallye Transibérico, con el que lograría la anhelada homologación. Así, antes de empezar se sabía que esa sería la última Baja Portugal, con lo que esa edición tenía para Megre un componente emocional muy especial. El día de la entrega de premios, cuando Marc y yo subimos al podio a recoger nuestros trofeos, José me dio un fuerte abrazo y me dijo: “No sabes la ilusión que me hace que la última Baja Portugal la gane mi amigo español”. Todavía se me pone la piel de gallina pensando en ese momento. Gran tío José Megre. Pocos años después murió, dejando un vacío enorme en el mundo del 4×4 en Portugal y en el corazón de todos los que habíamos sido sus amigos. Se le echa muchísimo de menos.
Volvamos al taxista. Al verme con ropa llena de pegatinas, dio por hecho que venía de la Baja Portugal, carrera muy popular en el país vecino. Así que me preguntó directamente si venía de correr, a lo que yo, inocente, le contesté que sí. Rápidamente, la conversación cambió para interesarse por mi puesto, por saber si era piloto o copiloto, etcétera. Mientras hablaba, aumentaba la velocidad a la que conducía. Y mientras conducía, no paraba de mirar para atrás para hablar conmigo. En un punto del recorrido, al llegar a una salida de la autopista, el coche hizo un extraño. Le miré con cara de mala leche y él me contestó, sin inmutarse un “Perdón. Es que todavía no se me da muy bien frenar con el pie izquierdo, pero como eres copiloto no estarás pasando miedo…” Al grito de “o bajas la velocidad o me bajo del taxi” le hice reducir la velocidad y la cosa no pasó de una anécdota. Una anécdota que me sirve para ilustrar lo que sufrimos muchas veces los que nos hemos subido alguna vez a la derecha en un coche de carreras, ya que hay mucha gente que se piensa que somos unos seres insensibles al miedo, a los que se puede llevar a toda velocidad sin control de la situación. Nada más lejos de la realidad, porque no creo que a nadie le motive que un imbécil que no sabe conducir le lleve deprisa. Corremos porque nos gusta, pero no para que nos lleven como a un muñeco. Y eso da para preguntarse: ¿Por qué corremos? En mi caso la respuesta es muy simple: corro porque me encanta navegar. En encanta el reto de encontrar el camino correcto.
Debo de reconocer que, si hay dos cosas que me gustan y me salen sin esfuerzo, éstas son escribir y navegar. No sé de dónde me viene, pero tengo facilidad para orientarme, para recordar todo un recorrido de memoria, aunque antes sólo haya pasado una vez, o para saber por dónde hay que ir para salir de un sitio. Y leer un rutómetro es algo que siempre he hecho con facilidad. Otros son listos para los negocios, o tienen facilidad de palabra, o saben engatusar con naturalidad. A mí me tocó esto. ¿Qué le vamos a hacer?
Así, en mi primera carrera, aquella Alcazaba de Cuenca que corrí con Manolo Plaza, no me costó nada hacerme con los mandos de la situación. Tanto, que en aquel rallye tuve mi primera “discusión” por el camino a tomar. Íbamos el Plaza y yo camino arriba, camino abajo con nuestro Suzuki Samurai Long Body, cuando en un momento dado estábamos llegando a un cruce con forma de “T”, en el que había que ir hacia la izquierda, lo cual le hice saber a Manolo. Él, ni corto ni perezoso, me soltó: “No, es a la derecha”. Así, con dos cojones.
– ¿Cómo que a la derecha? -Le pregunté mirándole con los ojos como platos y con cara de asombro.
– Es que el año pasado -me contestó- el recorrido iba por el camino de la derecha.
– Pues yo no sé lo que pasó el año pasado -le dije-, pero lo que sí tengo claro es que en el rutómetro pone que ahí adelante giramos a la izquierda. Y o giras a la izquierda -añadí- o me bajo del coche.
Manolo, por aquel entonces todavía no nos conocíamos mucho, me miró alucinado, dudó un poco, pero finalmente giró a la izquierda, por donde era el camino correcto. Yo, para tranquilizarle, le adelanté cuál era la referencia que nos íbamos a encontrar a continuación, referencia que, afortunadamente, estaba a pocos metros, con lo que la tensión que había dentro del coche desapareció.
– ¿Ves? -le dije- Es como te había dicho. Vamos bien.
A lo que Manolo ya no pudo decir nada. Ese día me gané su respeto. Pero es que cualquiera que haya corrido en el asiento de la derecha sabe lo que te jode que te digan un “es que el de delante ha ido a la izquierda”, cuando tú has dicho que era a la derecha, o el muy habitual comentario en el desierto de “es que las huellas van a la derecha”. Gajes del oficio…
Un par de años más tarde de aquella primera carrera, Manolo y yo nos encontrábamos en el aeropuerto de Barajas para coger un avión para disputar el que sería mi primer Dakar. Ya habíamos hecho varias carreras juntos y había confianza mutua. Pero yo había oído una anécdota suya del año anterior, que me tenía un poco mosca. Se ve que, en un momento dado, todos los coches que iban delante de él se habían quedado atascados en la arena de Mauritania. Y ni corto ni perezoso, detuvo su Mitsubishi Montero a esperar que pasase alguien, porque le daba miedo abrir carrera. Yo no quería que eso le pasase conmigo, así que le arranqué un compromiso.
– Manolo -le dije mientras embarcábamos las maletas (aquellas que luego se perdieron)-. Te voy a pedir un favor antes de montar en el avión.
– Claro -me dijo él-.
– En tres días vamos a empezar el Dakar. Tú irás al volante y yo me encargaré del libro de ruta. ¿Estamos de acuerdo?
– Claro -me contestó Manolo, que no sabía qué camino podía tomar esa conversación.
– Entonces, me tienes que prometer una cosa.
– Vale. ¿Qué es?
– Yo nunca voy a decirte nada de como conduces. Confianza ciega. Pero si un día te digo “Manolo, es por aquí”, tú tienes que hacerlo sin rechistar.
– Pues claro -añadió-.
A lo que yo le contesté intentando sacarle un compromiso más concreto.
– No me vale un “pues claro” -le dije-. Quiero que me digas que me prometes que, si yo te digo algo, tú lo vas a hacer. Si yo te digo “es por ahí”, tú vas a ir por ahí.
– Que sí -contestó convencido- que si tú me dices algo, yo voy a obedecer sin rechistar.
Y sellamos el acuerdo con un fuerte apretón de manos, aunque él no tenía ni idea de en lo que se acababa de meter…
Los tratos. Esos tratos que se hacen fuera o dentro del coche. Porque una de las cosas más curiosas, y que más me gustan de los rallyes TT, es que se puede hablar mucho dentro del habitáculo para comentar las jugadas. Es más, las largas etapas africanas del Dakar dan mucho de sí para comentar cosas. Se habla muchísimo dentro del coche.
Este detalle, las charlas entre piloto y copiloto, fue uno de los factores que marcaron mi entrada en el copilotaje profesional unos años más tarde. Me explico. Yo estaba en Zaragoza participando en la Baja Aragón. Corría con Manolo en el que fue el debut del Suzuki Grand Vitara oficial. El coche tuvo muchísimos problemas de juventud, aunque terminamos abandonando por una “chorrada”. Durante el proceso de fabricación del proto, al ir a soldar la columna de dirección, el que tenía que hacerlo dio un punto de soldadura a la barra sobre la caña, momento en el que le entretuvieron con otra cosa. Cuando volvió a ponerse otra vez con nuestro coche, pensó que ya había soldado la pieza, olvidando que estaba sujeta con un mísero punto. Así hicimos el prólogo y casi 200 km de la carrera. Hasta que una rueda golpeó fuerte contra una piedra, el punto de soldadura saltó y el volante se quedó loco, porque la barra no estaba unida a la dirección. Menos mal que pasó en una zona lenta.
El caso es que cuando abandonas pronto una carrera, ¿qué es lo que haces? Pues aprovechar esa noche para tomar copas con los amigotes. Claro está, eso es lo que hice yo. En un momento dado de la noche (no vamos a concretar más) estaba en el bar del hotel tomando la penúltima, cuando apareció Javier Arias, uno de los responsables de prensa de Nissan. Ese año, debido a la importancia del mercado español para la marca japonesa, se había decidido que en el equipo oficial internacional habría un piloto español. Nissan España hizo una elección muy arriesgada, ya que optó por un piloto que no venía de la especialidad, Marc Blázquez, lo que les valió no pocas críticas. Para colmo de males, la cosa no estaba saliendo bien, ya que el piloto catalán no estaba consiguiendo acabar ninguna carrera. Yo entonces no le conocía, pero sabía de su excelente trayectoria en los rallyes de asfalto y de tierra como piloto oficial del equipo Seat. Marc, incluso, había corrido algunas pruebas del Mundial de Rallyes. Así, no tenía la más mínima duda de sus dotes al volante, pero tenía claro que no había acabado de entender la especialidad. Para colmo de males, a Marc le habían puesto un copiloto del equipo oficial, Pascal Maimon, un excelente copiloto que tenía un problema: hablaba francés. Y Marc no hablaba francés. Algo que era una faena, porque, como he dicho antes, en los rallyes TT se habla mucho dentro del coche.
En un momento de la noche Javier me preguntó qué opinaba yo sobre el tema “como experto en la especialidad”. Los que me conocen saben que soy de los que sueltan las cosas como las piensan. Así que le contesté sin dudar: “Javier, si queréis que Marc Blázquez triunfe en los raids, ponedle un copiloto español”. Dicho esto, apuré mi copa y me fui a la cama.
Dos días después conocería a Marc, ya que el equipo Nissan había montado un copilotaje para los periodistas acreditados en la carrera, evento al que me invitaron. De ese día saqué un par de buenas conclusiones. La primera, que no me había equivocado con Blázquez. Conducía de puta madre. Pocas veces había montado con alguien con tan buenas manos. La segunda, que el coche me decepcionó un poco. La postura era incomodísima y el motor me decepcionó. Y no es que fuera malo, todo lo contrario. Pero como la suspensión era tan buena, el coche no daba la sensación de velocidad que yo había sentido en el coche del que me había bajado poco antes disputando la carrera. Ya he dicho que soy de los que dice las cosas como las piensa, así que tal cual pensaba, se lo solté a Marc. “Joder, le dije, pensaba que este coche corría más”. Él me miró con cara rara y no me dijo nada, pero un año después me reconoció que al acabar la sesión de pruebas su mujer, Susana, le había preguntado que qué tal había ido todo.
– Bien, muy bien -le dijo Marc a Susana-. Pero se ha subido al coche un gilipollas que me ha dicho que el motor corría poco.
Un inicio nada brillante para una relación que luego duró dos años y que dio como fruto unos resultados deportivos inimaginables. Porque unos meses más tarde, poco antes de comenzar la temporada 2004, me llamaba Javier Arias para recordarme aquella conversación de bar.
– ¿Recuerdas que tu teoría era que Marc Blázquez necesita un copiloto español? -empezó diciendo-. Pues José María Ferrer y Emilio Godes quieren hablar contigo.
Dicho y hecho, tuvimos una reunión en una caravana en el circuito del Jarama, aprovechando un evento en el que participaba la marca (una carrera de la Fórmula Nissan). Allí se me comentó el programa de la marca en España y pactamos mi salario para el año. Ya era copiloto de un equipo oficial, con sueldo por correr. El sueño de cualquier aficionado a la competición. Y como el que no quiere la cosa, un par de meses después me encontraba montado en un Nissan Navara de serie con el que Marc y yo íbamos a correr todo el Campeonato de España de Rallyes TT.
Los objetivos eran intentar ganar la categoría y desarrollar el vehículo para una posible copa de promoción para el año siguiente. Hasta ese día nunca había montado con Marc en el coche, así que la primera vez que lo hice fue en un test la jornada anterior a la carrera. Mucha gente me había avisado de que Blázquez conducía muy deprisa, con lo que, me decían, “seguro que te vas a cagar de miedo”. Así que, en nuestros primeros kilómetros juntos, la expectación era máxima por mi parte. Pero aquello era un coche de serie, que corría lo que corría. Eso, sumado a que montaba una muy buena suspensión, diseñada por José Luis León (de Tot Curses) hacía que la sensación de velocidad fuese nula. Pero nula. Aunque yo pensaba que Marc estaba yendo espacito esos primeros kilómetros para amoldarse al coche, con lo que al rato le animé diciéndole: “¿Por qué no le pisas un poco para qué veamos de qué es capaz esto?”. A lo que me contestó muy serio diciendo: “Nacho, vamos a tope desde que salimos de la asistencia”. La contestación me salió del alma: “Pues si esto es lo que corre, miedo no vamos a pasar”. Y nos echamos a reír.
La verdad es que miedo no pasamos nada. Más bien, lo pasamos de miedo e hicimos un año redondo y prácticamente sin errores. Disfrutábamos de las carreras y al tran-tran, con nuestro paso de tortuga, ligero, pero constante, ganamos la categoría en todas las carreras en las que participamos. Fuimos campeones de T1 y campeones en diesel. Además, Marc acabó el año segundo absoluto de un campeonato plagado de prototipos, mientras yo, que tenía algún punto más porque había corrido la primera carrera del año con Manolo Plaza, gané el campeonato de España absoluto. En Nissan ni se lo creían, pero nosotros menos.
Una temporada que recuerdo con muchísimo cariño, con multitud de anécdotas y grandes momentos. Pero de todas las anécdotas del año, hay una especialmente divertida, una que cada vez que recordamos Marc y yo nos tronchamos de la risa como niños. Como decía antes, una de las cosas que define esta especialidad es que se habla mucho dentro del coche, o que se hacen cosas impensables en otras. En la primera carrera con Marc vi que su “problema” era que los tramos se le hacían muy largos, se le hacían eternos, con lo que se desconcentraba y podía cometer errores. Así que nos inventamos “el cigarrito del kilómetro 100”. Quien no fuma, o no lo ha hecho nunca, no sabe lo que te puede relajar echar unas caladas. Así que, cuando veía que se estaba desconcentrando, sacaba un cigarrillo, lo encendía y le preguntaba: “¿Cigarrito?”. Era mano de santo. Luego volvíamos a rendir, los dos, como si partiéramos de cero. Si esto fuese un programa de la tele, ahora saldría el cartelito de “Niños. No hacer esto en casa. Es muy peligroso.” Porque es verdad. Fumar es malo. Y hacerlo dentro de un coche de carreras, peor. Pero para nosotros era auténtica “terapia de grupo” y ese cigarrito nos daba la vida.
Este detalle, el de fumar dentro del coche, era algo que no comentábamos. Yo creo que todo el mundo lo sabía, pero nosotros no lo decíamos. Y si no se dice, no ha pasado. En esto que llegó la Baja Aragón de 2004, que corrimos con el coche de serie, carrera que constaba de dos etapas, en cada una de las cuales se daban dos vueltas a un recorrido de unos 200 km. Cuando se repiten los recorridos, aprovechas la primera vuelta para tomar notas: curvas que se cierran más de lo que parece, peligros que no son tanto como han marcado, peligros que son más de lo marcado, rasantes que se pueden hacer a fondo… Tomas un buen número de notas, que te ayudan a mejorar mucho en la segunda vuelta. Y entre esas notas nosotros habíamos apuntado un “rectas para cigarrito” en una zona de largas rectas de varios kilómetros, unidas por cruces en ángulo recto. El sitio ideal para hacer un kit kat sin peligro.
Sin embargo, otro componente había entrado en juego. Al parar en la asistencia tras la primera vuelta, los mecánicos habían rellenado los bidones con el agua suficiente para la segunda. Hubo que llenar bastante, ya que hacía muchísimo calor ese día. Pero al hacerlo cometieron un error, ya que apretaron bastante el tapón, demasiado, con lo que, por mucho que succionases por el tubito de beber, por allí no salía ni una gota de agua. Y estar más de dos horas sin agua, dentro de una caja metálica en medio de los Monegros en pleno mes de julio, era garantía de deshidratación. Así que, cuando nos dimos cuenta, se lo comunicamos al equipo, por el viejo y efectivo método de arrancar una hoja del libro de ruta en la que escribes el mensaje necesario, mensaje que lanzas por la ventanilla cuando en el recorrido ves a alguno de los miembros de tu equipo. El mensaje decía literalmente: “SOS, agua”. Para los tiquismiquis, debo aclarar que escribir en un coche de carreras que va en marcha, y que luego se entienda lo que has puesto, no es nada fácil. Así que se hacen mensajes escuetos y con letra muy grande.
Con el rollo de si habían visto el mensaje, de si habrían entendido la letra, de si íbamos a morir de sed… sin darnos cuenta nos plantamos a mitad de especial en las anotadas “rectas para cigarrito”. Justo al llegar a las rectas acabábamos de adelantar a un Patrol GR de los “gordos”, maniobra que nos llevó bastante tiempo y mucha tensión, con lo que el momento relax nos iba a venir de perlas. Imaginad la escena: Ahí íbamos los dos, con los cigarros colgando de los labios, cual vaquero que cabalgaba a toda velocidad por las largas llanuras de los Monegros, con una sonrisa de oreja a oreja. Pero al coronar un pequeño cambio de rasante, vimos al fondo, muy al fondo, una silueta de una persona que tenía los brazos extendidos y los movía arriba y abajo, arriba y abajo.
– Nacho -me dijo Marc-. ¿Aquello es un tío pidiendo que paremos?
Intenté agudizar la vista y sí, efectivamente era un tío, pero no era un tío cualquiera. Era José María Ferrer, nuestro jefe de equipo, que tenía en cada mano dos botellines de agua.
En ese momento se produjo una seria duda: si parábamos, nos volvería a adelantar el Patrol GR que acabábamos de superar. Pero si no lo hacíamos, nos íbamos a deshidratar antes de llegar a meta. Así que cada vez estábamos más cerca, sin saber qué decisión tomar.
– ¿Qué hago Nacho? -me preguntó Marc.
– ¡Joder, no lo sé! -le contesté yo.
Y cuando vi que iba a ser imposible parar a tiempo, le grité a Marc un “Frena ya”, con el que clavó los frenos del Nissan. Como era una recta resbaladiza, el coche se cruzó un poco de lado y se paró justo cuando llegábamos a la altura de José María, que se quedó quieto, con los brazos extendidos y las botellas en las manos, asomando dentro del habitáculo por mi ventana, que iba abierta para que saliera el humo de los cigarros. Así que le quité las botellas de las manos y le dije a Marc “¿Arranca, que ya tenemos agua!”. Volvimos a salir a toda velocidad, sin que el GR consiguiera adelantarnos. Jugada redonda.
Para celebrar la jugada, decidimos dar un buen trago de agua. Y fue en ese momento cuando nos dimos cuenta de que todo había pasado con un cigarro en los labios.
– Joder -me dijo Marc-, ¿nos habrá visto?
A lo que yo le contesté: “Con el susto que le hemos dado, si dice algo de los cigarros, le decimos que ha sido fruto de su imaginación al ver la muerte tan de cerca”. Nos pusimos a reír y ya no paramos de hacerlo hasta la meta, con lo que los kilómetros que quedaban se nos hicieron muy cortos. Entramos triunfantes, pues conseguimos acabar octavos absolutos y líderes indiscutibles de la categoría T1. Fue nuestro primer triunfo internacional.
No quiero terminar este primer capítulo dedicado a cómo se viven las cosas desde el asiento de la derecha, sin desvelar el resultado de mi acuerdo con Manolo Plaza en el aeropuerto camino de mi primer Dakar con él.
En la segunda etapa de la carrera, entre Tambacounda y Kayes, había un buen trozo del final de la especial del día que, originalmente, se había marcado como tramo de enlace (en África eran bastante habituales los enlaces por pistas de tierra). Pero hubo un cambio de última hora y se hizo como carrera. Así que el rutómetro no estaba tan detallado y era muy fácil despistarse. Al llegar a un punto, la pista giraba a la derecha en un sitio que había una pequeña senda que salía hacia la izquierda, casi recta, que, quién sabe por qué, no salía en el rutómetro. Creo que todos los que íbamos delante (entre los 15 primeros) sin excepción, o al menos la gran mayoría, tomamos ese camino, con la mala leche de que el siguiente parcial del rutómetro estaba a bastantes kilómetros. Así, en un punto del camino empezamos a encontrarnos coches de frente, entre los que recuerdo uno de los bugguies de Schlesser, un par de Mitsubishi oficiales, uno de los Nissan de Dessoude, el Mega de Peterhansel… Evidentemente algo marchaba mal, pero hacía bastante tiempo que veníamos por un camino equivocado.
– Nacho -me dijo Plaza-, nos hemos perdido.
– Ya, eso ya te lo digo yo, -le contesté.
Y justo en ese momento lo vi todo claro.
– No des la vuelta, -le “ordené”.
Manolo me miró con una cara difícil de explicar y, antes de que pudiera rechistar, le dije: “Sube a ese promontorio de ahí delante y para el coche”.
Con el Mitsubishi Montero Sport parado en medio de la sabana de Senegal, le recordé nuestro trato.
– ¿Te acuerdas de lo que me prometiste en el aeropuerto? -le dije- ¿Aquello de que, si yo tomaba una decisión, tú tenías que obedecer?
– Claro -me dijo Manolo, al que la conversación no le estaba empezando a gustar.
– Pues ha llegado el momento de demostrarlo.
Ante un atónito Manolo, que a buen seguro estaba empezando a arrepentirse de haber “firmado” ese trato conmigo, extendí mi mano derecha para señalar un punto en mitad de la nada. Un punto hacia el que se iba a pelo, sin pistas, un fuera de pista entre árboles y matas, por en medio de la sabana. “Ve en aquella dirección campo a través”, le dije.